No existía calibre ni medición alguna, no descubrí termómetro, ni un metro, ni escuadra, ni reloj.
Me encontraba en una grieta onírica con total ausencia de amor, de miedo, de valor, de frustración. Estaba rodeada del exilio absoluto de toda presencia. Y sin embargo estaba ahí, bebiendo soledad, una soledad patética e insana. Me sentía condenada a deambular sin criterio, sin sentido. SOLA. Sin nadie. Sin nada. No podía morir ni vivir, no había aire ni sepultura, no hallé infierno ni cielo.
Miraba a mi alrededor y ni siquiera podía saber si estaba mirando. Estaba ahí, pero no tenía la seguridad de estarlo. Era como si hubiera huido de mí, no poseía dolor, ni fatiga, ni hambre, ni tristeza.
Quería recordar o saber y no percibí memoria, ni añoranzas, ni sapiencias, ni cultura. Estaba ontológicamente vacía. Tuve la intención de desesperar y no pude, privada de enojo e impaciencia sólo quedaba estar. O no. Ser. O no.
Soñaba que estaba atrapada en mi misma cuando desperté. Desperté empapada, fría y serena. Desnuda, con el cabello suelto y muy largo. Desperté sentada sobre el cesped con una palita de jardín en una mano y una semilla en la otra. La hierba estaba húmeda y muy verde. Sentí el sol en la piel, sentí el fuego en la sangre. Miré hacia el horizonte justo a la hora de la alborada. Justo en el momento ideal para renacer.