miércoles, 9 de octubre de 2013

AL MAESTRO, CON CARIÑO.

Tenía poco más de veinte años cuando mi vida como estudiante de la Licenciatura en Administración y empleada de una AFJP tuvo un giro inesperado.

Cursaba entonces la materia Competitividad Organizacional. El aula solía desbordar de alumnos inscriptos y de oyentes que, más allá del plan de estudios, pugnaban en la puerta para entrar sólo por el placer de escuchar a “ese” profesor aunque no estuvieran en lista “oficial”.

Un día éramos tantos que se dificultaba escuchar entre ruidos de butacas, entradas, salidas y vueltas de hoja de cuaderno. El profesor interrumpió la clase y se puso a hablar acerca del interés o no que teníamos sobre el tema. Rápidamente se formó un debate. Acalorado debate, recuerdo. También recuerdo que terminé casi gritando y agitando los brazos, parada sobre una butaca, enojada con el profesor, recordándole que muchos estábamos allí para aprender sin siquiera estar inscriptos, únicamente por tener la oportunidad de escucharlo y no sólo leerlo en sus libros, y que esa discusión "no tenía sentido".

Me prestaba atención apoyado en el escritorio, con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos llenas de tiza. Me dejó hablar y cuando terminé se dio media vuelta. Dibujó un gráfico en el pizarrón que modelizaba estructuras de poder y niveles de conversación organizacional.

Terminó de dibujar sin decir ni una palabra y con la clase absolutamente muda, se sacudió las manos de tiza y empezó a contar una historia que decía algo así:

“Había una vez un señor que tenía una casa en la playa. Se levantó temprano una mañana y vio que cerca de la orilla había alguien que se movía rápidamente. Se acerca y ve que es un joven que se agacha, recoge algo de la arena y lo arroja al mar. Se acerca un poco más y ve que la arena estaba llena de estrellas de mar y le pregunta al joven por qué hace eso, quien le responde que está saliendo el sol, y que las estrellas de mar van a morir si no logran regresar al agua. El hombre se sorprende y le dice: pero son cientos de estrellas, lo que hacés no tiene sentido. Entonces, el joven vuelve a agacharse, toma una estrella de mar y la arroja al agua. Lo mira y le dice: para esa sí tuvo sentido”.

El profesor terminó la historia, nos miró a los ojos y se fue de la clase. Lo corrí hasta la puerta de la facultad, toda una travesía a las nueve de la noche, y lo alcancé sobre Av. Córdoba subiéndose a un taxi. Seguía enojada y le quería hablar. Me dijo que no podía en ese momento, sacó una tarjeta de su bolsillo, y me dijo: Llamame mañana.

Arrugué la tarjeta y la guardé en la mochila. Sentía que había perdido una clase. Al día siguiente lo llamé, más por orgullo que por expectativa de que me fuera a atender. Su secretaria contestó el teléfono y me dijo: 'Está en una reunión, no puede hablar ahora. Dejame tu nombre y tu número y él se comunica'. Lo hice, aunque estaba segura de que nunca me iba a responder. Pero me equivoqué. Media hora después me llamó y acordamos que pasaría por su estudio para conversar.

Me contó, café de por medio, que solía provocar ese tipo de debates como parte del curso y que, entonces, alguna vez, “alguien” tomaba el toro por las astas y cambiaba el nivel de discusión encausando la misma. “Querés formar parte de NUESTRO equipo?”, me dijo.

A Alberto Levy.
A partir de hoy, Profesor Emérito
de la Facultad de Ciencias Económicas
de la Universidad de Buenos Aires.




Alberto Levy ES mi profesor. Aún hoy soy su alumna, porque es un profesor eterno.

El que no se cansa de compartir, el que ha puesto a disposición más de una vez su biblioteca personal, el que lee decenas de libros por mes y recomienda los que valen la pena, el que motiva, el que no para de estudiar, el que publica en su facebook artículos de interés para comentar, el que sigue ideando, creando, innovando. El que se reinventa continuamente.

Alberto Levy ha sido mi mentor. Alberto Levy es mi amigo.

Soy Adriana Fernandez. Una de sus estrellas de mar. Para mí todo tuvo y tiene sentido. Gracias, AVI. Gracias, PROFESOR.