martes, 28 de septiembre de 2010

SYRAH

Qué umbrosa está la noche. Ni luna hay para acompañar mi tormento. Hoy quisiera ser huérfana de tu memoria. Miro las fotos y algunas las rompo. Otras las observo durante un rato para luego mojarlas con lágrimas, como las imágenes del último cumpleaños, en las que hay amigos, que ya no sé si lo seguirán siendo. En mi soliloquio de angustia encuentro muchas fotos que no nos sacamos, las que me hubiera gustado tener.

En esta caja hay también una bolsita con mis nostalgias y tus desdenes: una hoja de taco calendario en la que dibujaste un corazón, la sortija de aquella calesita que hiciste andar sólo para mí, un par de entradas de cine, los comprobantes de cada transacción de tu fábrica de mentiras. Tus conquistas, mis capitulaciones.

Sangro en tanto te revivo y voy regando de rojo el desandar. No sé cómo me convertí en parte de tu solaz travesura. Me hundo en el delirio de la culpa que no tengo mientras desgarro otra foto y la trama de tu intriga.

La botella se vacía indiferente mientras bebo de mi mar de lágrimas. Qué oscuro se ve todo ahora que tengo luz sobre el pasado. Miseria y locura. Desvarío y desdicha. Ahogo y pasión. Tu amable felonía como buen maridaje de mi carne trémula de entonces. Tan sólido te mostraste y austero de vanidades como mi alma necesitaba. Lamento aún tener tu prolongado sabor en mi boca.

Estoy borracha y cansada. Tu aroma profundo me tortura y la vigilia me pesa, como pesa la copa en la mano, y como este vino, que se te parece y se acaba, se instala en mis venas y me confunde. Sin querer, me ayuda anárquicamente a recordarte así, vigoroso, intenso y ácido, como este syrah con el que pretendo olvidar.

lunes, 13 de septiembre de 2010

El Zorro y el Conejo Blanco

Para Rocío, y para todos los que, como ella, se atreven a ver y a sentir un poco más allá del sol.

La mañana transcurría como todas, apacible, lozana, diáfana. Los árboles se veían frondosos, exuberantemente verdes. El cielo se tornaba celeste de a bostezos y lucía nítido el horizonte. El Zorro estaba hechado en la tibieza húmeda de la hierba cuando de pronto pasó corriendo un Conejo Blanco de ojos rosados.
- Buenos días –dijo el Zorro.
- ¡Oh, Dios, voy a llegar tarde!...
–dijo el Conejo sin siquiera reparar en el Zorro. Sacó un reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y luego siguió caminando muy de prisa.
El Zorro quedó tendido largo rato pensando que jamás había visto un Conejo que usara chaleco y menos que tuviera reloj para sacar del bolsillo. El sol templaba su letargo matutino y humedecía sus ojos con los rayos nacientes.
Al ratito oyó ruidos de patitas a la distancia, y con toda prisa se secó los ojos para ver qué pasaba. Era el Conejo Blanco que regresaba, espléndidamente vestido, con guantes de cabritilla blanca en una mano y un gran abanico en la otra. Trotando muy apresurado, murmuraba para sí: “La Duquesa se pondrá furiosa si la hago esperar”.
- Buenos días –dijo el zorro.
El conejo se sobresaltó violentamente, dejó caer los guantes de cabritilla y el abanico y se dio a la fuga (…) tan rápido como pudo.
Un momento después, el Zorro, volvió a oir el repiqueteo de unos cortos pasos sobre el prado. (…) Era el Conejo Blanco que regresaba al trotecito y miraba ansiosamente por todos lados como si hubiese perdido algo.
- Estoy acá –dijo el Zorro- bajo el manzano…
- ¿Qué estás haciendo aquí (…)?...
- Soy un zorro –dijo el Zorro.
- Corre a casa inmediatamente y tráeme un par de guantes y un abanico… ¡De prisa, vamos!...
- No puedo (…) –dijo el Zorro- No estoy domesticado.
- Patricio, Patricio, ¿dónde estás? (…) ¡Ven aquí y ayúdame a salir de este lío! –balbuceó el Conejo con voz llena de cólera.
- No eres de aquí –dijo el Zorro-. ¿Qué buscas?
- ¡Alcánzame los guantes inmediatamente!
El Zorro, confundido, se quedó pensando. Por qué corre? Por qué dá órdenes? Por qué no me escucha?
Más tarde, comenzó a andar y a disfrutar del día que se le ofrecía sin más. De repente escuchó que le hablaban:
- El día está… muy lindo, ¿no? –dijo una vocecita tímida (…) que lo miraba a la cara con mucha inquietud.
El Zorro se dió cuenta de que el Conejo Blanco caminaba a su lado, pero apenas abrió la boca para contestar se dió cuenta de que no debía hacerlo.
- Sh!! –imploró el Conejo en voz baja y con mucha prisa. Luego se volvió a mirar por sobre el hombro mientras hablaba y después se empinó en puntas de pies y poniendo la boca junto al oído (...), le dijo- Está bajo sentencia de ejecución.
- Los hombres -dijo el Zorro- tienen fusiles y cazan. Es muy molesto. También crían gallinas. Es su único interés. Buscas gallinas?
El Conejo muy asustado le murmuró: -Por favor, silencio! Que te va a oir la Reina…
-Es posible -dijo el Zorro- ¡En la Tierra se ve toda clase de cosas... (...)
-Acaso dijiste: "Qué lástima?" -preguntó el Conejo Blanco.
El Zorro pareció muy intrigado: -No
Y el Zorro volvió a su idea: -No soy para ti más que un zorro semejante a cien mil zorros. Pero, si me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Serás para mí único en el mundo. Seré para ti único en el mundo...
El Conejo se alejó y dejó al Zorro suspirando. De repente, miró hacia atrás y vio una comitiva de personajes. Entre ellos (...) reconoció al Conejo Blanco que hablaba con mucha prisa y muy nervioso sonriéndose a todo cuanto se le decía.
El Zorro se acercó al Conejo y volvió con su ruego: -¡Por favor... domestícame!
-Todavía no -se apresuró a interrumpir el Conejo Blanco-. Hay muchas cosas que hacer antes de eso.
-Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Compran cosas hechas a los mercaderes. Pero como no existen mercaderes de amigos, los hombres ya no tienen amigos. Si quieres un amigo, ¡domestícame!
El Conejo Blanco se puso los anteojos. -Por dónde empiezo (...)?
-Hay que ser muy paciente -respondió el Zorro- Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...
El Conejo, apresurado, se acercó al Zorro y con la voz aguda y entrecortada le dijo:
- (...) Ese debe ser un secreto, reservado, entre tú y yo.
Miró al Zorro y vió que iba a llorar. No supo qué hacer, ahora que tenía un amigo y huyó.
Los altos pastos crujieron bajo el paso apresurado del Conejo Blanco.
-Adios -dijo el zorro-. He aquí mi secreto. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos. (...) Eres responsable para siempre de lo que has domesticado.

El Zorro no supo si el Conejo lo había escuchado. El Conejo no supo si el Zorro había llorado, pero ambos se habían encontrado. El milagro había obrado, aunque el encuentro, fuera en un cuento.


Los textos en bastardilla corresponden a citas textuales de "Alicia en el país de las Maravillas"
(cuarta edición de la colección Biblioteca Billiken del año 1975, Editorial Atlántida)
y de "El Principito" (quincuagésimo tercera edición del año 1974, Editorial Emece)
A Lewis Carol y a Antoine De Saint-Exupery,
perdón por la licencia de tomar prestados sus textos y
gracias por la magia que acompañó mi infancia y sigue alimentando mis días.
A mi viejo, gracias por estos dos libros y por todos los demás.

domingo, 12 de septiembre de 2010

BUENDIA

Sube al vagón apurada y taconeando. La miro desde mi asiento. Los pies le miro, los quince centímetros de taco que la prolongan. Tacos de charol, charol ajado, cuarteado, gastado.
No más alta que yo, voluminosamente delgada, tiene minifalda negra, ajustada, remera de lycra violeta con inscripciones en plateado, chaqueta negra a la cintura, entallada y medias negras.
Lleva una cartera enorme, negra, de tiras largas y una botella de Aquarius pomelo de litro y medio recién abierta y sin tapa.
Se sienta enfrente mío y acomoda sobre su falda la cartera y sobre el hombro derecho su espeso y largo cabello también negro que usa recogido en una cola de caballo alta que le llega hasta la cintura.
Es muy bonita. Llamativamente hermosa, maquilladísima para las siete y media de la mañana. Los ojos grandes, rasgados con delineador negro. Los párpados amplios, felinos, con sombra gris platinada. Largas pestañas arqueadas con rimmel, espesas, artificiales, grumosas. Cejas gruesas y depiladas enmarcan su vista profunda y desafiante. Honda la mirada que abrazan. Aros grandes en las orejas despejadas. Collares y pulseras. Anillos.
La piel, blanca. Los pómulos marcados, huesudos. La boca carnosa, pulposos labios sin botox. Labios para morder con desenfado en un beso.
Desde que se sentó no para de tomar agua groseramente del pico de la botella. Bebe y se limpia la boca con el antebrazo dejando escapar un “Ahhh...” luego de cada prolongado sorbo.
En cada trago tira la cabeza hacia atrás, muy atrás como para dejar un camino bien directo, recto, entre la boca y el estómago. Llegando a la segunda estación ya le queda menos de la mitad de la botella.
Le suena el celular. Aprisiona el envase de pomelo entre las piernas y revuelve la cartera hasta que lo encuentra. Tiene un mensaje de texto que lee y se ríe. Lo vuelve a leer y se ríe a carcajadas. Todo el subte la mira, pero ella no lo registra. Guarda el celular y vuelve a tomar de la botella. Se sigue riendo sonoramente, y con la risa escupe agua de pomelo.
Vuelve a poner el agua entre las piernas y escarba otra vez en el bolso. Saca un pastillero y pone pastillas en su boca. No sé cuántas. Sacude la cabeza y toma todo lo que queda en la botella. La apoya, vacía, en el piso y la sostiene entre sus pies rotos de charol. Reanuda la búsqueda en la cartera y saca el celular. Lee el mensaje. El mismo mensaje. Y se ríe. Mucho. Fuerte. Se ríe como si estuviera en una fiesta, o como si estuviera sola.
Aún con la carcajada sonando apoya la cabeza en la ventana y cierra los ojos. Quizás se quedó dormida.
Dos estaciones después, casi llegando a Plaza Italia se levanta de golpe, patea la botella, toma la cartera con la mano de las dos manijas juntas y empuja a tres o cuatro personas que van paradas.
Se apoya en la salida del vagón y espera. Cuando la puerta se abre se agarra del pasamanos lateral, se inclina hacia afuera y vomita. Vomita hastío, abandono, un litro y medio de Aquarius de pomelo, frustración y cien jóvenes años de soledad.