jueves, 19 de agosto de 2010

BLATIDOS

No estoy solo. Lo siento. Sé que están ahí. Vigilan. Están escudriñando entre mis cosas. Lo sé. Se mueven en las sombras. Seres inmundos. No me persiguen. Es peor. Me acompañan. Están en casa, en el bar, en la oficina. Los escucho permanentemente. Están ocultos. Viven en un sucio submundo. Infectos. Asquerosos. Se rozan. Se superponen. Se refriegan. Impuros. Viven una noche toledana. Los busco de día. Sé que están. Nadie me cree, pero sé que están ahí. Miro adentro de los placares, en el baño, en la cocina. Escruto cual maníaco. Repugnantes. Hediondos. Los huelo. Sé cuándo tocaron mi copa de vino. Pestíferos. Mugrientos. Me lo hacen saber. Disfrutan viendo mi delirio persecutorio. Se regodean cuando rechazo un vaso o un plato de comida.


A veces no duermo pensando que están en mi cuarto. Todo se vuelve viciado, apestoso. Transpiro. Me quedo quieto. El aire es irrespirable, mefítico. El ambiente, denso, cargado. Finalmente, me rindo agotado, tumbado en la cama y duermo. Y sueño. Sueño cómo viven, abarrotados en un cosmos oscuro y putrefacto, comiendo basura, escondidos, reproduciéndose salvaje y cuantiosamente. Resistiendo. Mutando. Infectándonos. Viéndonos morir. Perseguidos. Escapando. Infiltrados. Pestilentes.


Se acaban las sombras y madrugo al amanecer esperando descubrirlos. Pero son hábiles. Yo sé que están. Abro las puertas de golpe para sorprenderlos, pero se escurren. Intuyo que un día voy a ver a alguno. Y ese día me voy a vengar. Con saña, con asco, con satisfacción.


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Y ese día es hoy. En el lugar menos esperado. Está ahí, a mi alcance, en el asiento de adelante mío en el 130. Está perdido, está sólo. Sólo entre nosotros, entre muchos otros pasajeros, a la luz del día. No sé qué hacer. Esto no lo pensé. Me encontró desprevenido. No tengo siquiera un palo a mano. Pero alguien me tiene que ayudar, alguien tiene que actuar. El colectivo está lleno. No voy a gritar. No voy a huir.


Me levanto, le toco el hombro al señor de adelante y en alta voz y con ampuloso gesto le digo:


- Disculpe… Tiene una cucaracha en el hombro.


De una palmada la revoleó y cuando cayó en el piso tres o cuatro pies pelearon por aplastarlo. Blátido asqueroso. Escuché su crujido y sonreí. No lo pude evitar.



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