En correo central bajan muchas personas y suben otras tantas. Hacia el interior del colectivo se produce siempre un revuelo entre quienes intentan descender y quienes pretenden algún asiento que queda vacío. Pero hoy fue diferente. Desde el fondo, sentada a la derecha del lado de la ventanilla puedo ver que el revuelo es otro. Pensé rápida y erróneamente que podía tratarse de un carterista.
La gente se corría hacia atrás y no llegaba a distinguir qué pasaba. Un par de paradas más adelante advierto que en el centro del colectivo, a la altura de la puerta con rampa para piso bajo, se hace un claro. Un incómodo claro. Entonces la veo.
Tiene mi altura y la mitad de mis años. Su abundante cabellera rufa, sucia y apelmazada la lleva recogida con un jirón de tela negro. Viste una pollera corta de jean gastada y dos buzos superpuestos. El de abajo parece rosa y el de arriba gris, pero están tan percudidos, que no puedo asegurar que así sea. Sobre ellos tiene un saco de lana, tejido, verde oscuro. Lo lleva abierto. Es largo, le tapa las rodillas. Con dos vueltas sobre el cuello, tiene una bufanda, también tejida, pringosa, como si se hubiera limpiado restos de comida con ella. En los pies, unas zapatillas francamente roñosas, con los cordones desatados y desflecados. Medias tipo can-can, llenas de agujeros, verdes. Creo. Mitones negros en las manos.
Se mueve mucho. Va sujeta de los pasamanos superiores y cambia constantemente de manija. La gente acompaña cada movimiento suyo con ajetreos de huida. Confieso que me intriga la situación. Observo sin disimulo, a veces, estirando el cuello y moviendo la cabeza para lograr una mejor perspectiva. Ahora le veo bien la cara. Es bonita y desaliñada. Sobre su rostro blanco y redondo cuelgan algunos mechones que se escapan de la tira negra que los sujeta. Tiene las mejillas encendidas, arrebatadas. Su nariz pequeña, como dibujo de cuento infantil, conserva mucosidad notoriamente pegada. Los labios están destrozados, llenos de cicatrices y costras de alguna pústula seca. La frente y el mentón, ennegrecidos.
A medida que va subiendo gente, ella se corre hacia el fondo y las personas se apartan. Algunos ponen mala cara, otros se fastidian, otros entierran la cabeza en los cuellos de sus abrigos. Todos rehúyen. No hay dudas de que la evitan.
Ahora la tengo más cerca. Pone sus manos sobre los respaldos de dos asientos y se mueve a un lado y a otro cortejando el andar del transporte. Por momentos se refriega un brazo violentamente. Instantes después se rasca la cabeza en forma frenética. Una señora toma a su hija del brazo y sin tapujos la retira del lugar. “– No ves que tiene piojos?”
Se acerca ahora a la puerta trasera, justo delante de mí. Levanta el brazo para tocar el timbre y luego de una arcada inevitable, abro la ventanilla para no vomitar. Un tufo fétido y pestilente invadió el ambiente. En la piel tiene escaras, incrustaciones de mugre, lesiones por el abandono. Intento sonreír o, al menos, neutralizar el asco segura de no estar consiguiéndolo.
En Retiro se baja y permanece en la parada. Me quedo contemplándola por la ventanilla mientras se acomoda en uno de los laterales del refugio de la estación que tiene un cartel de propaganda política. Se apoya sobre la izquierda, donde hay una foto y a su derecha puedo leer en grandes letras negras “VOS SOS BIENVENIDA”.
jueves, 30 de junio de 2011
viernes, 13 de mayo de 2011
LA HIJA DE LA INDIA
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Plegaria de la India Tehuelche de Nicolás Isidro Bardas Jardín Botánico Carlos Thays, Palermo |
La india había sido muy querida en la estancia, y los patrones buenos tomaron a Malen y la llevaron al casco principal. Al cuidado de las dos cocineras, Malén creció con el aroma de la leche con vainilla y con la bondad del pan, con la fortaleza que da el puchero del blanco y la calidez del horno de barro, con las caricias de cuatro manos de mujer y las historias de la india que escuchaba mirando a la madre de arcilla.
Cuando cumplió diez años, la patrona buena la fue a ver con una cachorrita en brazos. Le dijo que había nacido con una pata mala y que no servía para las labores con los animales. Le dio un beso a Malen y se despidió. Sus hijos la llevaban a Río Gallegos a que ‘muriera más cómoda porque estaba muy vieja ya para estar en la estancia’. Malen llamó Wuim a la perra y la apretó fuerte contra su pecho. Por la tarde, cuando fueron a contarle que los patrones buenos habían muerto en un accidente, la encontraron en la misma posición. Wuim es suave y color canela. Tiene la pureza de un alma virgen y la alegría de una vida incipiente. En los ojos, la tristeza de la soledad y el ruego de afecto.
Los tres hijos de los patrones buenos se hicieron cargo de la hacienda y todo cambió. Los patrones malos trasladaron a Malen al corral de los indios porque ‘ya estaba grandecita y hacían falta mujeres para atender a la peonada’. Los indios colgaron un quillango y aislaron un lugar para la niña. Armaron una cama de pasto seco, sobre una roca le pusieron a la madre de arcilla y repararon un viejo canasto para Wuim. En el invierno Malén tejió gruesas mantas para todos y se amigó con la escarcha.
Empezó a trabajar entre peones y guanacos, entre arrieros y ovejas. Pasó de la leche con vainilla y pan caliente al agua estancada y el estiércol. El viento cruel y violento forjó su carácter y el frío sureño se instaló en sus huesos. Wuim es su refugio y su memoria de otro tiempo, la espera cada noche temprana echada en la entrada del corral. Si pudiera correr andaría a su lado de luna a luna. Malén amanece antes que el sol para preparar el mate y traer el pan para los hombres, limpiar los corrales y recoger los deshechos de los excesos de la noche anterior. Aprendió a comer entre tareas, de a poco y a la carrera, a ampollar los pies y dejar la piel en las botas de cuero crudo, a cuartear las manos y sangrar los labios, a curtir la piel y domar el ánimo.
Se hizo mujer a los golpes y supo que no era bueno serlo entre tanto hombre señero que aplaca su soledad y las inclemencias con aguardiente.
Apenas su cuerpo dibujó la primera curva, sus pechos supieron del fervor de la mano del blanco rudo y cerril. Y tiempo después hubo un hombre que le hizo palpar las diferencias entre varón y mujer. Y otro día, otro le hizo sentir su virilidad, recia y erecta. Después vinieron otros días y otros hombres. La primera vez lloró de miedo. La segunda, de impotencia. Y las otras veces ya no lloró. En las tardes oscuras del confín de la tierra, vuelve sola al corral, arrastrando su miseria, con los ojos gachos para no encontrarse con la mirada de la madre de arcilla. Así se acuesta en su cama de paja seca. Wuim se acerca y cura con saliva las heridas de sus manos, lame sus pechos y obtiene miel de su sexo mientras Malen sueña en tehuelche con poder volver a llorar.
domingo, 1 de mayo de 2011
Libros de grandes
Mi papá tenía una biblioteca escondida. Un archivo, en realidad. Era un techo falso en su taller-escritorio. Ahí tenía diarios de fechas críticas, como la llegada del hombre a la luna o el fin de la segunda guerra mundial. Pero también tenía revistas “prohibidas”: alguna “Primera plana”, un par de “Todo es historia”, varias “Humor” y hasta una que otra “Extra”. Y también estaban los libros, los que se salvaron de la parrillada del '77. Esos libros que tenían olor a clandestinos, eran como un tesoro para el viejo y una tentación para mí. Estaban atrás de todo. Atrás de las revistas, que estaban tras los diarios que estaban luego de las latas viejas de pintura. Nada había que me llamara más la atención que esos ejemplares forrados con papel de diario sin imprimir, papel de bobina. El viejo, como para disuadir mis intentos frecuentes de acceder a ellos decía que eran “libros de grandes”. Y, como nunca me mintió, con el tiempo descubrí que era cierto, eran libros de grandes escritores.
Cuando Alfonsín pronunció la célebre “vayan sacándole el polvo a las urnas”, papá desempolvó las latas de pintura y abrió un caminito hacia los libros que entonces se veían con sólo alzar la vista.
Así, con trece o catorce años accedí a “Sobre héroes y tumbas”. Fue el primer “libro de grandes” que leí en mi vida. Era un volumen de hojas gastadas y dobladas, cocido, con las tapas castigadas. Confieso que no lo entendí en lo más mínimo, pero me gustaba leerlo una y otra vez. Supongo que porque trata sobre una trágica historia de amor , o porque había algo velado en eso de los héroes y nuestra historia, o porque Barracas era casi lo único que conocía a esa edad además de Avellaneda.
Tanto hablé en los recreos sobre esa novela que las compañeras del colegio me lo regalaron para mi cumpleaños de 15, nuevito, con las tapas impecables, las hojas pegadas al lomo y sin olor a historia. Fue también el primer y único libro que tuvimos en nuestras bibliotecas tanto el viejo como yo. Los demás, los compartíamos.
Cuando logré comprender esa novela, compré “El túnel” y después, papá me prestó “Abaddón…”, que ya no estaba escondido ni tenía las tapas forradas.
Ya no tengo a papá a mi lado, pero tengo toda su obra en mi hermana y en mí misma. Hoy he llorado mucho al saber que usted tampoco estará más entre nosotros, pero fui hasta la biblioteca y ahí está mi “Sobre héroes…” el de las hojas pegadas y las tapas impecables, que ya tienen un poco de olor a historia.
Cuando Alfonsín pronunció la célebre “vayan sacándole el polvo a las urnas”, papá desempolvó las latas de pintura y abrió un caminito hacia los libros que entonces se veían con sólo alzar la vista.
Así, con trece o catorce años accedí a “Sobre héroes y tumbas”. Fue el primer “libro de grandes” que leí en mi vida. Era un volumen de hojas gastadas y dobladas, cocido, con las tapas castigadas. Confieso que no lo entendí en lo más mínimo, pero me gustaba leerlo una y otra vez. Supongo que porque trata sobre una trágica historia de amor , o porque había algo velado en eso de los héroes y nuestra historia, o porque Barracas era casi lo único que conocía a esa edad además de Avellaneda.
Tanto hablé en los recreos sobre esa novela que las compañeras del colegio me lo regalaron para mi cumpleaños de 15, nuevito, con las tapas impecables, las hojas pegadas al lomo y sin olor a historia. Fue también el primer y único libro que tuvimos en nuestras bibliotecas tanto el viejo como yo. Los demás, los compartíamos.
Cuando logré comprender esa novela, compré “El túnel” y después, papá me prestó “Abaddón…”, que ya no estaba escondido ni tenía las tapas forradas.
Ya no tengo a papá a mi lado, pero tengo toda su obra en mi hermana y en mí misma. Hoy he llorado mucho al saber que usted tampoco estará más entre nosotros, pero fui hasta la biblioteca y ahí está mi “Sobre héroes…” el de las hojas pegadas y las tapas impecables, que ya tienen un poco de olor a historia.
Gracias, Don Sábato.
Gracias por su obra literaria, por su vida, por su honestidad extrema. Gracias por todo lo que aprendí al leerlo y escucharlo. Gracias por el Nunca Más. Gracias, Maestro. Buen viaje.
domingo, 24 de abril de 2011
AMEN
No la vi subir. Cuando levanté la mirada ya estaba ahí. Es alta y corpulenta. Me hace evocar a una mujerona alemana o rusa de la época de la segunda guerra. Tiene el cabello teñido, me parece demasiado oscuro para ser su color natural. Lo lleva muy corto y desprolijo, como si se lo hubieran desmechado con los dientes en un ataque de furia. Un gesto adusto, severo, se dibuja sobre su tez gris sin maquillaje, como si hubiera sumergido la cara en un pote con cenizas. Las orejas descubiertas, grandes, desproporcionadas, son como manijas. En cada lóbulo, un aro redondo color peltre incrustado en la perforación. Ridículos, como si le quedaran chicos, o como si los tuviera puestos desde el día que nació. Los labios, también grises, están ajados, arrugados cual si se los hubieran abollado. Le crecen pelos blancos en el mentón, un mentón amplio, ancho, abultado, tan carnoso que contrasta considerablemente con el aspecto huesudo del resto de su cara en la que se esconden pequeños e insignificantes ojos cuyo color no llego a apreciar.
Viste un traje de franela gris, demasiado grueso para esta época del año. Lleva el saco sin abrochar y le queda corto de mangas. De cada brazo asoman los puños de la camisa marrón chocolate que usa abotonada hasta el cuello y por adentro de la pollera. La falda es recta y larga, varios centímetros por debajo de la rodilla y el tajo del ruedo está cocido. En los pies, unos batallados mocasines negros. En el brazo izquierdo, sobre el pliegue del codo, cuelga una cartera marrón, de tira corta, sin cierre, de esas que usaba mi abuela en la época de Evita, que abrían y cerraban como una bisagra y hacían “clic” al presionar una parte con otra. Sus manos son enormes, toscas, diría que inadecuadas para cualquier tipo de caricia. Quizás sean la parte más sobresaliente de su cuerpo. No tiene anillos y las uñas están limpias y cortísimas. En la mano derecha lleva una especie de collar con cuentas. Si no fuera porque no le veo la cruz, diría que es un rosario, o un denario. Como sea, la proporción entre el collar y sus dedos hinchados es absurda. Va pasando las cuentas una a una entre su pulgar e índice y, a la vez, mueve los grises labios rotos a velocidad inusitada pero sin emitir sonido alguno.
Cada tanto, levanta la cabeza y la gira espasmódicamente a un lado y a otro como si buscara algo o a alguien.
En la estación Lisandro de la Torre, el señor que se encuentra sentado enfrente mío se levanta y, antes de que pueda abandonar el asiento, la mujerona comienza a abrirse paso a codazos y empujones hacia el centro del vagón. Varios se quejan de pisotones y se escuchan reclamos por sus modos.
Como si no escuchara nada, se sienta justo delante de mí. Pone la cartera sobre su falda, guarda el collar-rosario y saca un viejo y pequeño libro con tapas de cuero negro y con el mismo movimiento de sus labios, dejando escapar un siseo inaudible, comienza a leer.
Antes de llegar a Retiro, el tren se detiene y por altavoz indican que la formación quedará detenida durante una hora en adhesión a un reclamo gremial. Entre todos los pasajeros circulan comentarios de incertidumbre y bronca.
Yo no puedo sacar los ojos de encima a la mujer de gris. Desde que escuchó el aviso ha quedado en la misma posición, con el libro abierto sobre su regazo y la mirada puesta en él. Sólo dejó de mover los labios. Transcurridos uno o dos minutos, levantó la cabeza y achinó los ojitos. Dirigió la mirada hacia el centro del vagón, como quien quiere hablar a todos y a nadie a la vez y con un vozarrón tanguero, áspero y grueso dijo: “SON TODOS UNOS HIJOS DE REMILPUTA. VAGOS DE MIERDA. OJALA LES DIBUJEN EL ORTO A BALAZOS. QUE LOS ENCIERREN A TODOS Y LES DEN DE ALMUERZO LO QUE CAGUEN EN LA CENA. A VER SI ASI LES 'VUELVEN' LAS GANAS DE TRABAJAR. VAGOS. VAGOS DE MIERDA. MIERDA. MIERDA.”
Cerró el libro con un golpe seco que aún retumba en mis oídos. Acarició la cruz dorada de la tapa, se persignó y dijo Amén.
Viste un traje de franela gris, demasiado grueso para esta época del año. Lleva el saco sin abrochar y le queda corto de mangas. De cada brazo asoman los puños de la camisa marrón chocolate que usa abotonada hasta el cuello y por adentro de la pollera. La falda es recta y larga, varios centímetros por debajo de la rodilla y el tajo del ruedo está cocido. En los pies, unos batallados mocasines negros. En el brazo izquierdo, sobre el pliegue del codo, cuelga una cartera marrón, de tira corta, sin cierre, de esas que usaba mi abuela en la época de Evita, que abrían y cerraban como una bisagra y hacían “clic” al presionar una parte con otra. Sus manos son enormes, toscas, diría que inadecuadas para cualquier tipo de caricia. Quizás sean la parte más sobresaliente de su cuerpo. No tiene anillos y las uñas están limpias y cortísimas. En la mano derecha lleva una especie de collar con cuentas. Si no fuera porque no le veo la cruz, diría que es un rosario, o un denario. Como sea, la proporción entre el collar y sus dedos hinchados es absurda. Va pasando las cuentas una a una entre su pulgar e índice y, a la vez, mueve los grises labios rotos a velocidad inusitada pero sin emitir sonido alguno.
Cada tanto, levanta la cabeza y la gira espasmódicamente a un lado y a otro como si buscara algo o a alguien.
En la estación Lisandro de la Torre, el señor que se encuentra sentado enfrente mío se levanta y, antes de que pueda abandonar el asiento, la mujerona comienza a abrirse paso a codazos y empujones hacia el centro del vagón. Varios se quejan de pisotones y se escuchan reclamos por sus modos.
Como si no escuchara nada, se sienta justo delante de mí. Pone la cartera sobre su falda, guarda el collar-rosario y saca un viejo y pequeño libro con tapas de cuero negro y con el mismo movimiento de sus labios, dejando escapar un siseo inaudible, comienza a leer.
Antes de llegar a Retiro, el tren se detiene y por altavoz indican que la formación quedará detenida durante una hora en adhesión a un reclamo gremial. Entre todos los pasajeros circulan comentarios de incertidumbre y bronca.
Yo no puedo sacar los ojos de encima a la mujer de gris. Desde que escuchó el aviso ha quedado en la misma posición, con el libro abierto sobre su regazo y la mirada puesta en él. Sólo dejó de mover los labios. Transcurridos uno o dos minutos, levantó la cabeza y achinó los ojitos. Dirigió la mirada hacia el centro del vagón, como quien quiere hablar a todos y a nadie a la vez y con un vozarrón tanguero, áspero y grueso dijo: “SON TODOS UNOS HIJOS DE REMILPUTA. VAGOS DE MIERDA. OJALA LES DIBUJEN EL ORTO A BALAZOS. QUE LOS ENCIERREN A TODOS Y LES DEN DE ALMUERZO LO QUE CAGUEN EN LA CENA. A VER SI ASI LES 'VUELVEN' LAS GANAS DE TRABAJAR. VAGOS. VAGOS DE MIERDA. MIERDA. MIERDA.”
Cerró el libro con un golpe seco que aún retumba en mis oídos. Acarició la cruz dorada de la tapa, se persignó y dijo Amén.
domingo, 17 de abril de 2011
PRISIONEROS
Hacer el amor en horarios desacostumbrados siempre le daba seguridad. Un extraño placer que no tenía que ver con lo sexual sino con el tener al otro con ella, fuera de planes, sentía confianza en sí misma, un orgasmo de garantías. Salió del baño envuelta en su bata blanca, con la toalla en la cabeza y el rostro arrebatado por el calor de la ducha. En su cuarto, sentado en el borde de la cama, moviendo las piernas incesantemente estaba su novio, con su celular en la mano. El cuerpo de Marcos parecía enajenado y sus ojos confundidos. Sin embargo, con un tono muy sereno le dijo que había vibrado el celular y le preguntó: “quién es Pablo?”. Virginia le respondió: “No sé”.
Y la verdad es que no sabía. Marcos se levantó y, con el semblante oscurecido caminó hasta la puerta del cuarto. Antes de salir, dudó. Luego se dio vuelta y antes de seguir caminando arrojó el celular sobre la cama. En medio de un extraño silencio Virginia tomó el teléfono para comprobar que tenía un mensaje de texto que decía “No te pude ubicar. Llamame cuando puedas. Pablo”.
No conocía el número. No lo tenía en la agenda tampoco. No conocía a ningún Pablo. Se sintió perturbada, desconcertada. Sacó la toalla de su cabeza y desenredó el cabello. Marcos encendió el televisor y eso, mínimamente, la tranquilizó. No se había ido, estaba en el living. Aliviada pero aún presa de un amargo desconcierto, se sentó en la esquina del colchón y comenzó a ir hacia atrás y hacia delante tontamente con las flechas del móvil. Se hallaba atacada, invadida. Su estructura de seguridad tambaleaba. Quien era ese Pablo que aparecía virtualmente y desacomodaba su acomodada vida? Lo más probable era que se tratara de un mensaje equivocado. Pero no lo iba a contestar para avisar. Si Marcos la veía escribiendo se iba a enojar. No quería verlo disgustado sin motivo. Y si el tal Pablo insistía? Y si volvía a enviar un sms? Peor aún… y si llamaba? Cavilando prendió el secador de pelo.
Marcos subió considerablemente el volumen del televisor, como para no escuchar ni siquiera sus propios pensamientos que lo atormentaban. Quién era ese Pablo que aparecía virtualmente y desacomodaba su acomodada vida? Probablemente se haya equivocado de número. Pero no se lo iba a decir a Virginia. No le iba a dar la oportunidad de excusarse de esa forma. Ahora su cuerpo estaba quieto, inerme, pero su interior no. El la ama y sabe que es correspondido, pero no puede evitar pensar en la posibilidad que otro intente, por lo menos, acercarse a Virginia. Hundido en el sillón, los ojos fijos en la pantalla sin mirar, la respiración pausada y la mente agitada, no podía evitar que su imaginación le prodigara una tras otra instancias desagradables. Y si él es un idiota? Si es un “cornudo”? Vaya a saber con quién almuerza o con quién viaja cuando regresa del trabajo… Debería pasarla a buscar por la oficina a diario. Y si alguno de sus amigos la vió? Se deben estar riendo todos de él. Un “cornudo”… Pensaba y sus manos se iban crispando. Transpiraba por todos los poros de su piel. El ruido del secador de pelo lo aturdía. Se estaba secando el pelo o hacía ruido para hablar con Pablo? Se levantó como expulsado del sillón e irrumpió en el dormitorio. Virginia secaba su cabello y el celular seguía sobre la cama.
Se sintió tonto, torpe, casi un adolescente desmañado. Volvió al sillón y se derrumbó en él. Se tenía que sosegar. Cuándo lo iba a engañar? Si sólo estaban separados en el trabajo.
Virginia apagó el secador. Mientras se peinaba no podía dejar de tejer una madeja de supuestos. Cómo iba a remontar ahora la situación? En este momento, un mar de dudas crecía entre ambos. Marcos ya no le iba a creer y lo entendía. Si hubiera sido al revés, ella le hubiera armado un escándalo. Se sentía sola, alejada de su amor, insegura. Era una trampa. Y si alguien los quería lastimar? Si esto estaba urdido por alguien que los quería perjudicar? Y si era una mujer? Otra mujer? Le corrió un temblor álgido por el cuerpo. Marcos la estaba engañando y la quería culpar a ella? Le sudaban las manos y sintió un repentino malestar. Náuseas. Y ella tan segura de su noviazgo. Pero cómo? Cuándo se ven? Si están siempre juntos… Será alguien de su oficina? Y por qué tiene su número de celular? Sintió frío. Se tenía que serenar. Tenía que hablar con él, pero no sabía cómo hacer, ni siquiera sabía si la iba a escuchar.
Virginia se vistió, tomó el celular y se sentó en el sillón del living junto a Marcos que ni siquiera la miró. Cabizbaja, con la mirada fija en el teléfono que tenía entre las manos dijo:
- Estuve pensando… Lo voy a dar de baja.
Marcos giró la cabeza hacia ella y bajó el volumen del televisor.
- Me parece bien –le respondió.
La rodeó tiernamente con su brazo y luego de besarla en la frente agregó:
- Si querés, te acompaño.
Virginia apoyó la cabeza en su hombro y, con los ojos entreabiertos, ambos sonrieron, satisfechos el uno del otro.
Y la verdad es que no sabía. Marcos se levantó y, con el semblante oscurecido caminó hasta la puerta del cuarto. Antes de salir, dudó. Luego se dio vuelta y antes de seguir caminando arrojó el celular sobre la cama. En medio de un extraño silencio Virginia tomó el teléfono para comprobar que tenía un mensaje de texto que decía “No te pude ubicar. Llamame cuando puedas. Pablo”.
No conocía el número. No lo tenía en la agenda tampoco. No conocía a ningún Pablo. Se sintió perturbada, desconcertada. Sacó la toalla de su cabeza y desenredó el cabello. Marcos encendió el televisor y eso, mínimamente, la tranquilizó. No se había ido, estaba en el living. Aliviada pero aún presa de un amargo desconcierto, se sentó en la esquina del colchón y comenzó a ir hacia atrás y hacia delante tontamente con las flechas del móvil. Se hallaba atacada, invadida. Su estructura de seguridad tambaleaba. Quien era ese Pablo que aparecía virtualmente y desacomodaba su acomodada vida? Lo más probable era que se tratara de un mensaje equivocado. Pero no lo iba a contestar para avisar. Si Marcos la veía escribiendo se iba a enojar. No quería verlo disgustado sin motivo. Y si el tal Pablo insistía? Y si volvía a enviar un sms? Peor aún… y si llamaba? Cavilando prendió el secador de pelo.
Marcos subió considerablemente el volumen del televisor, como para no escuchar ni siquiera sus propios pensamientos que lo atormentaban. Quién era ese Pablo que aparecía virtualmente y desacomodaba su acomodada vida? Probablemente se haya equivocado de número. Pero no se lo iba a decir a Virginia. No le iba a dar la oportunidad de excusarse de esa forma. Ahora su cuerpo estaba quieto, inerme, pero su interior no. El la ama y sabe que es correspondido, pero no puede evitar pensar en la posibilidad que otro intente, por lo menos, acercarse a Virginia. Hundido en el sillón, los ojos fijos en la pantalla sin mirar, la respiración pausada y la mente agitada, no podía evitar que su imaginación le prodigara una tras otra instancias desagradables. Y si él es un idiota? Si es un “cornudo”? Vaya a saber con quién almuerza o con quién viaja cuando regresa del trabajo… Debería pasarla a buscar por la oficina a diario. Y si alguno de sus amigos la vió? Se deben estar riendo todos de él. Un “cornudo”… Pensaba y sus manos se iban crispando. Transpiraba por todos los poros de su piel. El ruido del secador de pelo lo aturdía. Se estaba secando el pelo o hacía ruido para hablar con Pablo? Se levantó como expulsado del sillón e irrumpió en el dormitorio. Virginia secaba su cabello y el celular seguía sobre la cama.
Se sintió tonto, torpe, casi un adolescente desmañado. Volvió al sillón y se derrumbó en él. Se tenía que sosegar. Cuándo lo iba a engañar? Si sólo estaban separados en el trabajo.
Virginia apagó el secador. Mientras se peinaba no podía dejar de tejer una madeja de supuestos. Cómo iba a remontar ahora la situación? En este momento, un mar de dudas crecía entre ambos. Marcos ya no le iba a creer y lo entendía. Si hubiera sido al revés, ella le hubiera armado un escándalo. Se sentía sola, alejada de su amor, insegura. Era una trampa. Y si alguien los quería lastimar? Si esto estaba urdido por alguien que los quería perjudicar? Y si era una mujer? Otra mujer? Le corrió un temblor álgido por el cuerpo. Marcos la estaba engañando y la quería culpar a ella? Le sudaban las manos y sintió un repentino malestar. Náuseas. Y ella tan segura de su noviazgo. Pero cómo? Cuándo se ven? Si están siempre juntos… Será alguien de su oficina? Y por qué tiene su número de celular? Sintió frío. Se tenía que serenar. Tenía que hablar con él, pero no sabía cómo hacer, ni siquiera sabía si la iba a escuchar.
Virginia se vistió, tomó el celular y se sentó en el sillón del living junto a Marcos que ni siquiera la miró. Cabizbaja, con la mirada fija en el teléfono que tenía entre las manos dijo:
- Estuve pensando… Lo voy a dar de baja.
Marcos giró la cabeza hacia ella y bajó el volumen del televisor.
- Me parece bien –le respondió.
La rodeó tiernamente con su brazo y luego de besarla en la frente agregó:
- Si querés, te acompaño.
Virginia apoyó la cabeza en su hombro y, con los ojos entreabiertos, ambos sonrieron, satisfechos el uno del otro.
martes, 29 de marzo de 2011
ASI
Cuando subo al colectivo ya está sentada, generalmente del lado de la ventanilla. Supongo que viene desde lejos. Munro, quizás.
No hay día que no me llame la atención. Ha sabido ser morocha y no creo que tiñera su cabello. SÍ debe haber teñido su ropa, como lo sigue haciendo ahora. Se nota que sus vestidos tienen su mano. Hoy lleva un amplio solero azul. Azul lavanda, como sus ojos. Batik. Apuesto a que el batik de esa tela lo hizo ella misma.
Su cabello llega hasta la cintura. Lacio. Limpio. Plateado. Orgullosamente plateado. Sin hebillas. Sin moños. Sin gomitas. SIN.
Trae arrugas en el cuello, en las manos, en los brazos, pero no en la cara. En la cara tiene sonrisas. Muchas sonrisas.
A diario la miro y paso el resto del viaje imaginando su vida. Me pregunto cuándo se habrá hecho el tatuaje del tobillo, ese que muestra naturalmente junto con sus sandalias de cuero marrón.
Usa aros largos, siempre plateados con piedras de distintos colores. Collares de tiento o de hilos con nudos atrapando maderitas de las más diversas formas. Pulseras tejidas y anillos. Tiene uno de madera oscura, siempre. Apuesto a que está relacionado con el amor. Igual que el carnal tatuaje de su muñeca.
Trae anteojos redonditos como los de John. Lennon, obvio. Cristales celestes. Habitualmente va leyendo y nunca puedo saber qué lee. Forra sus libros con papel madera y en el papel suele escribir notas mientras viaja. No parecen ser notas sobre el libro sino sobre el momento. Como si tomara una “instantánea”, como fotos que va pegando en un álbum. Escribe con lápiz. Lápiz de madera. El lápiz y el libro los guarda en una cartera tipo morral que cruza del hombro derecho hacia la cadera izquierda. Una cartera tejida con nudos en hilo de matambre. La tejió ella. Estoy segura.
También, un monedero con monedas y un par de billetes doblados en cuatro, un celular pequeño pero viejo, de los que no tienen mp3, ni mail, ni facebook, ni twitter. Además, un pañuelo de tela, una llave, una sóla llave sin llavero y un frasquito. Eso es todo lo que vi y no creo que lleve nada más.
Es delgada y fuerte, de estatura media y dedos largos y enjutos. No se maquilla, sólo un par de veces le vi rosados los labios. Las uñas, cortas y pintadas de color. A veces, tiene dibujos en la uña del dedo índice de su mano izquierda. No usa corpiño, no parece necesitarlo. No abriga ataduras de ningún tipo. Tiene por lo menos un hijo, porque la escuché hablar de sus nietos en algún viaje.
Debe hospedar unos sesenta o sesenta y cinco años en su sutil y lánguida figura. Y una sensualidad de veinticinco en cada poro de su piel.
Amable, tranquila, con mucha paz pide permiso en un colectivo repleto de fastidio y baja en Plaza Francia.
Cuando lo hace, miro por la ventanilla y admiro su cabellera al viento que se mueve junto con su largo vestido. Libre.
Cuando yo era niña, mi abuela solía preguntarme como quién quería ser cuando fuera grande. Si en este momento tuviera diez años y mi abuela me consultara una vez más, extendería mi brazo firmemente y con marcada osadía señalaría a esta mujer y diría con firmeza: “ASI, COMO ELLA”.
No hay día que no me llame la atención. Ha sabido ser morocha y no creo que tiñera su cabello. SÍ debe haber teñido su ropa, como lo sigue haciendo ahora. Se nota que sus vestidos tienen su mano. Hoy lleva un amplio solero azul. Azul lavanda, como sus ojos. Batik. Apuesto a que el batik de esa tela lo hizo ella misma.
Su cabello llega hasta la cintura. Lacio. Limpio. Plateado. Orgullosamente plateado. Sin hebillas. Sin moños. Sin gomitas. SIN.
Trae arrugas en el cuello, en las manos, en los brazos, pero no en la cara. En la cara tiene sonrisas. Muchas sonrisas.
A diario la miro y paso el resto del viaje imaginando su vida. Me pregunto cuándo se habrá hecho el tatuaje del tobillo, ese que muestra naturalmente junto con sus sandalias de cuero marrón.
Usa aros largos, siempre plateados con piedras de distintos colores. Collares de tiento o de hilos con nudos atrapando maderitas de las más diversas formas. Pulseras tejidas y anillos. Tiene uno de madera oscura, siempre. Apuesto a que está relacionado con el amor. Igual que el carnal tatuaje de su muñeca.
Trae anteojos redonditos como los de John. Lennon, obvio. Cristales celestes. Habitualmente va leyendo y nunca puedo saber qué lee. Forra sus libros con papel madera y en el papel suele escribir notas mientras viaja. No parecen ser notas sobre el libro sino sobre el momento. Como si tomara una “instantánea”, como fotos que va pegando en un álbum. Escribe con lápiz. Lápiz de madera. El lápiz y el libro los guarda en una cartera tipo morral que cruza del hombro derecho hacia la cadera izquierda. Una cartera tejida con nudos en hilo de matambre. La tejió ella. Estoy segura.
También, un monedero con monedas y un par de billetes doblados en cuatro, un celular pequeño pero viejo, de los que no tienen mp3, ni mail, ni facebook, ni twitter. Además, un pañuelo de tela, una llave, una sóla llave sin llavero y un frasquito. Eso es todo lo que vi y no creo que lleve nada más.
Es delgada y fuerte, de estatura media y dedos largos y enjutos. No se maquilla, sólo un par de veces le vi rosados los labios. Las uñas, cortas y pintadas de color. A veces, tiene dibujos en la uña del dedo índice de su mano izquierda. No usa corpiño, no parece necesitarlo. No abriga ataduras de ningún tipo. Tiene por lo menos un hijo, porque la escuché hablar de sus nietos en algún viaje.
Debe hospedar unos sesenta o sesenta y cinco años en su sutil y lánguida figura. Y una sensualidad de veinticinco en cada poro de su piel.
Amable, tranquila, con mucha paz pide permiso en un colectivo repleto de fastidio y baja en Plaza Francia.
Cuando lo hace, miro por la ventanilla y admiro su cabellera al viento que se mueve junto con su largo vestido. Libre.
Cuando yo era niña, mi abuela solía preguntarme como quién quería ser cuando fuera grande. Si en este momento tuviera diez años y mi abuela me consultara una vez más, extendería mi brazo firmemente y con marcada osadía señalaría a esta mujer y diría con firmeza: “ASI, COMO ELLA”.
miércoles, 9 de marzo de 2011
NUEVO EDIFICIO. VIEJO ANHELO.
En el año 1988 ingresé en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA. En esos años, por mis venas, además de sangre corría una gran disposición por la participación social. Fue así como además de dedicarme a estudiar me interesé por otros temas de la actividad educativa. Traía puesto ya poco más de un año de militancia en la UCR, así que fue lógico mi acercamiento a la Franja Morada. Mi lugar de inserción fue la oficina de Gremiales del Centro de Estudiantes. En ese entonces estaba muy revolucionado el alumnado por el cambio de plan de estudios (Plan G, si mal no recuerdo). En una PC con disquetera simple de 5 y ¼ cargábamos luego del DOS, un aplicativo para informar correspondencias con el plan anterior. En un pinche de almacén me dejaban los pedidos y cuando salía de cursar pasaba el resto de la mañana emitiendo equivalencias que dejaba ordenadas por número de registro en un bibliorato para que fueran entregadas cuando yo me iba a trabajar.
Además de los temas académicos ya de por sí agitados, se mascullaba sobre la escasez de aulas, todos protestábamos porque en los horarios pico cursábamos parados y preocupaba el estado edilicio de algunos sectores de la facultad.
Por ahí daba vueltas una maqueta mostrando cómo quedaría la facu luego de una reforma de la que ya hacía unos años se venía hablando.
Tiempo después fui consejera directiva por el claustro de estudiantes y el tema seguía en el orden del día pero no avanzábamos nada. Recuerdo largas discusiones y negociaciones por la recuperación de espacios como la playa de estacionamiento de Córdoba y Uriburu. Intereses creados, burocracias, acuerdos políticos, etc. se mezclaban con la necesidad, con el proyecto de crecimiento, con la evolución, con el compromiso.
Recuerdo también haber caminado con un par de arquitectos los pisos del edificio central y los del edificio de la rotonda mientras ellos tomaban medidas e ir anotando a modo de relevamiento, vidrios rotos, ascensores inutilizados, goteras y aulas inundadas. Cómo se llamaba la arquitecta? No me acuerdo. De su nombre no me acuerdo.
Junto a tantos otros con quienes compartí el compromiso con la Universidad Pública, soñé con el edificio nuevo. Pero no soñábamos con ladrillos, sino con la dignidad de la educación. No queríamos grandes pasillos, sino el espacio de acceso a la formación. No soñábamos con puertas y ventanas, sino con poner en marcha el motor del progreso. No soñábamos con bancos y pizarrones, sino con el desafío de hacer frente a los cambios que va planteando la sociedad. Nunca soñamos con el arancel para reducir la matrícula y “aprovechar” el espacio existente, sino con la Universidad Pública y gratuita para todos.
Dijo alguna vez Eduardo Galeano algo así como que "la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar."
Y caminamos... Eran los 90, la época de las relaciones carnales, la fantasía del primer mundo, el consumismo como valor fundamental. Y nosotros éramos unos muchos pocos encendidos que perseguíamos la utopía y decíamos “Vamos a andar!”.
Hoy, más de 20 años después, se inaugura por fin el edificio nuevo. Seguramente de este logro se van a colgar muchos. Los que pusieron la plata, en primer lugar. Los que llegaron ayer a la rotonda, los que pusieron la firma a último momento, los que se sacaron la foto... Pero esto es trabajo de años de una generación que ingresó a la universidad con el regreso de la democracia. Es el anhelo de quienes abrieron nuevamente las puertas de la educación a la población en su conjunto, es el esfuerzo de docentes, graduados, alumnos, no docentes, que luchan día a día por el rol de la universidad en la sociedad. Pero, por sobre todas las cosas, este logro debe ser el orgullo de esa generación, de los que lucharon hasta el final. Debe ser el sabor dulzón en la boca y la paz en el alma por el compromiso llevado a cabo.
Eramos muchos los que soñábamos, dije. Pero, parafraseando a Bertolt Brecht, algunos luchamos por esto un día y fue bueno. Otros luchamos durante un año, y fue mejor. Otros luchamos muchos años, y fue muy bueno. Pero otros, siguieron luchando y lo harán toda la vida. A esos, que son los imprescindibles, les doy las gracias. Gracias por la utopía, gracias por “andar”, gracias por llegar.
Además de los temas académicos ya de por sí agitados, se mascullaba sobre la escasez de aulas, todos protestábamos porque en los horarios pico cursábamos parados y preocupaba el estado edilicio de algunos sectores de la facultad.
Por ahí daba vueltas una maqueta mostrando cómo quedaría la facu luego de una reforma de la que ya hacía unos años se venía hablando.
Tiempo después fui consejera directiva por el claustro de estudiantes y el tema seguía en el orden del día pero no avanzábamos nada. Recuerdo largas discusiones y negociaciones por la recuperación de espacios como la playa de estacionamiento de Córdoba y Uriburu. Intereses creados, burocracias, acuerdos políticos, etc. se mezclaban con la necesidad, con el proyecto de crecimiento, con la evolución, con el compromiso.
Recuerdo también haber caminado con un par de arquitectos los pisos del edificio central y los del edificio de la rotonda mientras ellos tomaban medidas e ir anotando a modo de relevamiento, vidrios rotos, ascensores inutilizados, goteras y aulas inundadas. Cómo se llamaba la arquitecta? No me acuerdo. De su nombre no me acuerdo.
Junto a tantos otros con quienes compartí el compromiso con la Universidad Pública, soñé con el edificio nuevo. Pero no soñábamos con ladrillos, sino con la dignidad de la educación. No queríamos grandes pasillos, sino el espacio de acceso a la formación. No soñábamos con puertas y ventanas, sino con poner en marcha el motor del progreso. No soñábamos con bancos y pizarrones, sino con el desafío de hacer frente a los cambios que va planteando la sociedad. Nunca soñamos con el arancel para reducir la matrícula y “aprovechar” el espacio existente, sino con la Universidad Pública y gratuita para todos.
Dijo alguna vez Eduardo Galeano algo así como que "la utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para que sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar."
Y caminamos... Eran los 90, la época de las relaciones carnales, la fantasía del primer mundo, el consumismo como valor fundamental. Y nosotros éramos unos muchos pocos encendidos que perseguíamos la utopía y decíamos “Vamos a andar!”.
Hoy, más de 20 años después, se inaugura por fin el edificio nuevo. Seguramente de este logro se van a colgar muchos. Los que pusieron la plata, en primer lugar. Los que llegaron ayer a la rotonda, los que pusieron la firma a último momento, los que se sacaron la foto... Pero esto es trabajo de años de una generación que ingresó a la universidad con el regreso de la democracia. Es el anhelo de quienes abrieron nuevamente las puertas de la educación a la población en su conjunto, es el esfuerzo de docentes, graduados, alumnos, no docentes, que luchan día a día por el rol de la universidad en la sociedad. Pero, por sobre todas las cosas, este logro debe ser el orgullo de esa generación, de los que lucharon hasta el final. Debe ser el sabor dulzón en la boca y la paz en el alma por el compromiso llevado a cabo.
Eramos muchos los que soñábamos, dije. Pero, parafraseando a Bertolt Brecht, algunos luchamos por esto un día y fue bueno. Otros luchamos durante un año, y fue mejor. Otros luchamos muchos años, y fue muy bueno. Pero otros, siguieron luchando y lo harán toda la vida. A esos, que son los imprescindibles, les doy las gracias. Gracias por la utopía, gracias por “andar”, gracias por llegar.
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