viernes, 17 de abril de 2009

LOS POBRES


Crecí pensando que eran malos. Los veía sucios, con la ropa rota y los zapatos abiertos por el andar. Caminaba de la mano de mi madre y me dolía su apretón cuando pretendía ocultarme tras su falda si pasaban a mi lado.

Los veía sucios, con la ropa rota y los dientes vacíos por no comer. No me gustaba viajar en tren porque recibía las reprimendas de mi padre cuando los señalaba y en voz alta me quejaba por el mal olor.

Los veía sucios, con la ropa rota y las manos gastadas por tanto pedir.

Eran como yo, pero no creía parecerme a ellos. Ellos no iban a la escuela, pocas veces los veía con su mamá, no se lavaban los dientes ni se peinaban al levantarse. Yo, pretencioso, y ante la indignación de mis padres, los llamaba “los pobres”.

El negro, como le decían a mi viejo, trabajaba en la fábrica de galletitas haciendo el control de ingreso de mercaderías. Me llevaba al colegio que quedaba cerquita de la fábrica, muy temprano. Entraba a las 6 y yo hacía tiempo en la escuela mientras la celadora me servía un té.

Mi vieja trabajaba a la vuelta de casa, en la tienda. Pero quería que estudiara en capital. “Se sale mejor”, decía. Y ahí los veía, todas las mañanas en Constitución: abrían las puertas de los taxis, llevaban los bolsos ajenos al tren, pedían una moneda en el andén hasta que los veía el señor de uniforme, y salían corriendo al escuchar el silbato.

Con los años dejé de “verlos”. No se habían ido, seguían allí, el país producía grandes cantidades de ellos y, casi ocultos, se mimetizaban con el paisaje. Recuerdo la época de Malvinas. Yo estaba en la escuela secundaria y vivía la historia como si mirara una película. Gritaba “Argentina, Argentina” como si fuera un partido de fútbol. En esa época mamá llevaba bolsas de galletitas a la parroquia. “Para los soldados, padre”. Eran las que traía mi padre de la fábrica; se las daban porque se rompían o eran las de la prueba de máquina.

No me gustaba mucho la idea, porque mis desayunos y meriendas cambiaron las ricas y variadas galletitas por el monótono pan de ayer con manteca. Tenía trece años en el 82. Un día vi un informe especial sobre “los chicos de la guerra” y me acuerdo que, con vergüenza para decirlo en voz alta, pensé que “mis” galletitas las habían comido “los pobres”.

La democracia dejó de ocultar nuestras miserias y entonces empezaron a caminar a mi lado otra vez. Comencé a comprender el origen de la pobreza y a reconocer a los responsables. Me avergoncé de mis pensamientos de infancia y, con el tiempo, me dediqué a criticar a los distintos gobiernos por su falta de idoneidad al no encontrar soluciones o paliativos para la pobreza. Culpé a las instituciones intermedias, por su inoperancia. Me enojé con los organismos no gubernamentales por dedicarse únicamente al lobby con el poder. Pero me quedé en casa, trabajando para mí y para la familia que ahora formé. Me costó trabajo y no fue fácil. No es fácil, pero hablé demasiado de los otros.

Hoy viajaba en subte con mi hijo de 6 años que no logra comprender el significado de la crisis país. En la estación Callao subió un niño y comenzó a repartir estampitas entre los pasajeros junto con una fotocopia gastada que contaba un drama familiar y solicitaba ayuda. Una señora que se encontraba sentada en frente de nosotros lo llamó y le ofreció un alfajor que tenía en su cartera. El niño aceptó gustoso y agradeció. Mi hijo Mauricio vio la golosina y me pidió una. Le expliqué que no podía ser ya que no tenía dinero encima y comenzó a llorar escandalosamente dando un caprichoso espectáculo que no pasó desapercibido.

El niño que repartía estampitas lo miró durante unos segundos, se dio vuelta y avanzó hasta el otro vagón. Cuando casi lo había perdido de vista, regresó. Caminó directo hasta mi hijo y con el brazo firmemente extendido, mostró su mano abierta con el alfajor en ella.

Por mi mente desfilaron “los pobres” de mi infancia, los tirones de mano de mi madre, las reprimendas de mi padre, el informe de Malvinas, las galletitas…

Me hubiera gustado tener en ese momento la pollera de la vieja para esconderme, esta vez para ocultar mi vergüenza. Antes de que pudiera sonrojarme y responder la mirada de Mauricio que me preguntaba qué hacer con el llanto ahogado, medio incómodo, medio contento, el niño sonrió. Y sus dientes amarillos me parecieron perlas, sus mejillas me mostraron pocitos y con la voz decidida y ojos de esperanza dijo:

- Tomá… seguro que después me dan otro.

1 comentario:

  1. Estaba medio perdida en la nebulosa de intentar reconocerte en el relato y de pronto me encontré con el nudo de lágrimas. No podés esconderte, gallega. El contenido social es lo más representativo de tu estilo. Me encanta!!

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Gracias por leer y comentar!!